De entre todas las consecuencias que está ocasionando la profunda crisis provocada por el coronavirus hay una que sobresale con tremenda crueldad: el número de personas fallecidas. Cada vida que se pierde a causa de la pandemia es una derrota para todo el sistema; sin importar colores políticos, ni errores propios o ajenos. No es el momento. Ya llegará el tiempo de las responsabilidades. Ahora toca remar para no morir en la orilla.
Un drama que está afectando con especial dureza e incidencia a toda una generación de valientes, de luchadores: nuestros mayores. Miles de personas que trabajaron duro para recomponer las ruinas de un país devastado por una guerra entre iguales con el objetivo de dejar a sus hijos, a sus nietos, un lugar mejor en el que vivir.
La misma generación de personas que años después se encargaron de tapar las grietas que se produjeron en la sociedad española a cuenta de una profunda recesión económica. Ellos se dedicaron a dar de comer a sus hijos, a criar a sus nietos y a mantener, en definitiva, el orden social.
Los han dado todo en ese empeño y se han dejado los años, la vida, los momentos gratos e ingratos. Se lo han dejado todo.
Por eso se antoja todavía más injusto que una enfermedad como la que nos ocupa se cebe con los mayores, con los que descansan en residencias tras una vida dura y difícil, con los que viven solos en casas antiguas, con los que sufren patologías propias de la edad, con todos ellos. Y que no se pueda hacer nada por evitarlo.
Ellos se merecen un aplauso, millones de aplausos, y el reconocimiento de todos los que estamos aquí y ahora: porque sin ellos no estaríamos ni podríamos hacer lo que hacemos. Se merecen nuestro homenaje.
Miguel A. Gasco